La música no es sólo un sonido que escuchamos cuando ponemos una canción. Es una máquina del tiempo que nos transporta al momento que vivimos cuando sonó para nosotros por primera vez, o cuando la escuchamos en un momento especial, feliz o triste. A todos nos ha pasado que un tema coge lo que era un recuerdo en nuestra mente y vuelve a hacerlo realidad por unos minutos. Una melodía que nos recuerda a esa persona, una letra que consiguió definir cómo nos sentíamos mejor que nosotros mismos, un grupo que con su música parece que hable de nuestra vida, una canción que nos dedicaron en un momento difícil... La diferencia entre nosotros y Gabriel Sawyer, el protagonista de esta película, es que para nosotros la música supone una ayuda para revivir esos momentos; para él, en cambio, es su única oportunidad.
Helen y Henry Sawyer son una pareja de sexagenarios que reciben repentinamente una llamada del hospital, con la terrible noticia de que su hijo tiene un tumor cerebral. Ese tumor ha afectado gravemente a su memoria, no puede generar recuerdos nuevos, distinguir el presente del pasado, ni acordarse o explicar cosas que le han ocurrido en las últimas décadas. Sus padres asumen rápidamente la responsabilidad de sus cuidados, a pesar de que llevan 20 años sin verle. La historia se ambienta a finales de los años 80, pero lo realmente relevante es lo que sucedió esas dos décadas atrás. Gracias a uno de los recurrentes flashbakcs que durante la narración nos trasladan a los años 60, descubrimos que después de una fuerte discusión entre Henry y Gabriel por discrepancias de opinión sobre la guerra de Vietnam, este último se va de casa para no volver nunca.
La enfermedad de nuestro protagonista es un enemigo poderoso, pero sus padres pronto se dan cuenta de que van a contar con un importante aliado para combatirla: la música. Gabriel responde favorablemente y consigue alcanzar momentos de lucidez y recuperar pasajes de su vida que parecían perdidos cuando escucha sus canciones favoritas. Con la ayuda de una terapeuta musical empieza a mejorar notablemente, siendo capaz de rescatar recuerdos e incluso de crear nuevos con la ayuda de ritmos y melodías.
Sin embargo, el tumor de Gabriel es un Mcguffin, una excusa que le viene de perlas al director para hablarnos de lo que realmente va el film: el choque generacional existente entre padre e hijo contextualizado con la música que escucha cada uno. Ambos son unos melómanos, pero mientras Henry creció en una época en la que primaban valores como la rectitud, la disciplina, el patriotismo o el puritanismo, Gabriel lo hizo en los años 60, y se zambulló de cabeza en el movimiento hippie de la época. Y esa diferencia se ve reflejada claramente en los gustos musicales de cada uno de ellos.
El primero explica su desconcierto perfectamente en una conversación con el segundo: "en mi época las canciones eran sencillas: chico conoce a chica; chico le dice que le gusta y acaban juntos; fin". Apela entonces a una simpleza que no encuentra en los temas que tiene que ponerle a Gabriel para que se recupere. El desconcierto mencionado se manifiesta cuando éste le explica el significado de cada canción. Y de esta forma llegamos a lo mejor de la película. Los diálogos paterno-filiales son sencillamente deliciosos. En ellos ambos consiguen alcanzar un nivel de comunicación que nunca habían tenido y recuperar una relación absurdamente perdida durante 20 años. Henry escucha embelesado cómo Gabriel le explica momentos de su vida, experiencias y pensamientos que van unidos a canciones de The Beatles, Rolling Stones, Bob Dylan o Grateful Dead. Música de una nueva generación, con una profundidad, complejidad y carga ideológica que se sitúa fuera del alcance de comprensión de Henry. Hasta ahora, que "gracias" a la enfermedad de su hijo ha empezado a escucharle e interactuar con él.
Mención especial merece la escena en la que Henry le expone el significado de "Desolation row" de Dylan. Una fantástica forma de expresar la repercusión que tuvo la obra del genio de Minnesota en la formación ideológica en valores de paz, amor libre y concienciación de muchos jóvenes a través de sus metafóricas y comprometidas letras. En la película encaja a la perfección porque es el momento en el que Henry entiende el porqué de la oposición de su hijo a la guerra de Vietnam y tácitamente le da la razón, igual que en su opinión respecto a Nixon (Gabriel estaba en lo cierto: es un hijo de puta).
Muy loables las cuatro interpretaciones principales, pero sobre todo destacar a J.K. Simmons, un veterano y talentoso actor que siempre consigue dar el punto exacto de emotividad a sus papeles. Desde luego el merecido Oscar de "Whiplash" no fue una casualidad.
Lejos de calificarlo como un film sobre enfermedad al estilo "Despertares" o "Mi pie izquierdo", esta peli entra en el club de los "Treme", "Begin again", "Once" o "24 Hour Party People", una oda a la música en una pantalla de cine. Ten por seguro que cuanto más melómano/a seas, más te va a gustar. El pero que se le puede poner es ser tremendamente previsible, cosa muy normal en este tipo de obras.
La ópera prima de Jim Kohlberg es una de esas películas que ves con una sonrisa dibujada en la cara. Es tierna, emotiva y a veces es posible que un poco sensiblera, pero la considero muy recomendable. Brian Molko, líder de Placebo, dijo: "Creo que es posible vivir sin música, aunque no sería agradable". Se equivoca, desde luego. Sin música es imposible vivir. Y si no, que se lo digan a Gabriel Sawyer.
Nota: 7/10
Lo mejor: la perfecta canalización de la relación padre-hijo a través de la música.
Lo peor: previsible, y busca en vano la lágrima fácil al final.
Primera película del director.