miércoles, 23 de diciembre de 2015

La música nunca dejó de sonar. 2011. Jim Kohlberg.

   La música no es sólo un sonido que escuchamos cuando ponemos una canción. Es una máquina del tiempo que nos transporta al momento que vivimos cuando sonó para nosotros por primera vez, o cuando la escuchamos en un momento especial, feliz o triste. A todos nos ha pasado que un tema coge lo que era un recuerdo en nuestra mente y vuelve a hacerlo realidad por unos minutos. Una melodía que nos recuerda a esa persona, una letra que consiguió definir cómo nos sentíamos mejor que nosotros mismos, un grupo que con su música parece que hable de nuestra vida, una canción que nos dedicaron en un momento difícil... La diferencia entre nosotros y Gabriel Sawyer, el protagonista de esta película, es que para nosotros la música supone una ayuda para revivir esos momentos; para él, en cambio, es su única oportunidad.

   Helen y Henry Sawyer son una pareja de sexagenarios que reciben repentinamente una llamada del hospital, con la terrible noticia de que su hijo tiene un tumor cerebral. Ese tumor ha afectado gravemente a su memoria, no puede generar recuerdos nuevos, distinguir el presente del pasado, ni acordarse o explicar cosas que le han ocurrido en las últimas décadas. Sus padres asumen rápidamente la responsabilidad de sus cuidados, a pesar de que llevan 20 años sin verle. La historia se ambienta a finales de los años 80, pero lo realmente relevante es lo que sucedió esas dos décadas atrás. Gracias a uno de los recurrentes flashbakcs que durante la narración nos trasladan a los años 60, descubrimos que después de una fuerte discusión entre Henry y Gabriel por discrepancias de opinión sobre la guerra de Vietnam, este último se va de casa para no volver nunca.



   La enfermedad de nuestro protagonista es un enemigo poderoso, pero sus padres pronto se dan cuenta de que van a contar con un importante aliado para combatirla: la música. Gabriel responde favorablemente y consigue alcanzar momentos de lucidez y recuperar pasajes de su vida que parecían perdidos cuando escucha sus canciones favoritas. Con la ayuda de una terapeuta musical empieza a mejorar notablemente, siendo capaz de rescatar recuerdos e incluso de crear nuevos con la ayuda de ritmos y melodías.

   Sin embargo, el tumor de Gabriel es un Mcguffin, una excusa que le viene de perlas al director para hablarnos de lo que realmente va el film: el choque generacional existente entre padre e hijo contextualizado con la música que escucha cada uno. Ambos son unos melómanos, pero mientras Henry creció en una época en la que primaban valores como la rectitud, la disciplina, el patriotismo o el puritanismo, Gabriel lo hizo en los años 60, y se zambulló de cabeza en el movimiento hippie de la época. Y esa diferencia se ve reflejada claramente en los gustos musicales de cada uno de ellos.

   El primero explica su desconcierto perfectamente en una conversación con el segundo: "en mi época las canciones eran sencillas: chico conoce a chica; chico le dice que le gusta y acaban juntos; fin". Apela entonces a una simpleza que no encuentra en los temas que tiene que ponerle a Gabriel para que se recupere. El desconcierto mencionado se manifiesta cuando éste le explica el significado de cada canción. Y de esta forma llegamos a lo mejor de la película. Los diálogos paterno-filiales son sencillamente deliciosos. En ellos ambos consiguen alcanzar un nivel de comunicación que nunca habían tenido y recuperar una relación absurdamente perdida durante 20 años. Henry escucha embelesado cómo Gabriel le explica momentos de su vida, experiencias y pensamientos que van unidos a canciones de The Beatles, Rolling Stones, Bob Dylan o Grateful Dead. Música de una nueva generación, con una profundidad, complejidad y carga ideológica que se sitúa fuera del alcance de comprensión de Henry. Hasta ahora, que "gracias" a la enfermedad de su hijo ha empezado a escucharle e interactuar con él.

   Mención especial merece la escena en la que Henry le expone el significado de "Desolation row" de Dylan. Una fantástica forma de expresar la repercusión que tuvo la obra del genio de Minnesota en la formación ideológica en valores de paz, amor libre y concienciación de muchos jóvenes a través de sus metafóricas y comprometidas letras. En la película encaja a la perfección porque es el momento en el que Henry entiende el porqué de la oposición de su hijo a la guerra de Vietnam y tácitamente le da la razón, igual que en su opinión respecto a Nixon (Gabriel estaba en lo cierto: es un hijo de puta).

   Muy loables las cuatro interpretaciones principales, pero sobre todo destacar a J.K. Simmons, un veterano y talentoso actor que siempre consigue dar el punto exacto de emotividad a sus papeles. Desde luego el merecido Oscar de "Whiplash" no fue una casualidad.

   Lejos de calificarlo como un film sobre enfermedad al estilo "Despertares" o "Mi pie izquierdo", esta peli entra en el club de los "Treme", "Begin again", "Once" o "24 Hour Party People", una oda a la música en una pantalla de cine. Ten por seguro que cuanto más melómano/a seas, más te va a gustar. El pero que se le puede poner es ser tremendamente previsible, cosa muy normal en este tipo de obras.

   La ópera prima de Jim Kohlberg es una de esas películas que ves con una sonrisa dibujada en la cara. Es tierna, emotiva y a veces es posible que un poco sensiblera, pero la considero muy recomendable. Brian Molko, líder de Placebo, dijo: "Creo que es posible vivir sin música, aunque no sería agradable". Se equivoca, desde luego. Sin música es imposible vivir. Y si no, que se lo digan a Gabriel Sawyer.


Nota: 7/10
Lo mejor: la perfecta canalización de la relación padre-hijo a través de la música.
Lo peor: previsible, y busca en vano la lágrima fácil al final.
Primera película del director.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Funny games. 1997. Michael Haneke.

(CONTIENE SPOILERS)

   Que la violencia es un recurso muy presente en el cine contemporáneo es un hecho que admite poca discusión. Sobre todo las producciones salidas de Hollywood hacen un desmesurado uso de ella para que sus creaciones ganen atractivo. Obviamente, para no incomodar al espectador, ésta se trata siempre desde un punto de vista lúdico e incluso festivo, y dentro de unos márgenes que impiden que el espectador vuelva a casa con una mala sensación. La frivolidad con la que se trata y la seguridad de que al final todo acabará bien (el bueno triunfará y el malo recibirá su merecido) hacen posible introducir esa inmensa cantidad de violencia en las películas sin que, en la mayoría de casos, resulte chocante para el público.

   Al igual que Eastwood hizo con "Sin perdón" en el western, en "Funny games" Haneke nos ofrece una propuesta de "Quijote de las películas violentas". El objetivo de este film es hacer un replanteamiento de la relación violencia-cine a la que el espectador está acostumbrado. Susanne Bier también lo hizo hace unos años con su genial "En un mundo mejor", pero desde una concepción filosófica y ética del problema. El director austriaco no. Haneke va en busca de las vísceras del público, quiere sacudir conciencias diciéndole a la gente que lo que suelen ver en la pantalla no es algo bonito; todo lo contrario, es lo peor de la naturaleza humana y sin embargo se admite como diversión y entretenimiento. Y para ello no hace servir grandes fuegos de artificio, simplemente nos muestra lo que todos estamos más que acostumbrados a ver en una pantalla pero narrándolo de otra forma, una forma que no es agradable para el que está mirando.




 
   Paul y Peter son dos adolescentes que llegan a la casa estival de una acomodada familia burguesa a pedir una docena de huevos. Un inicio aparentemente inocente, pero nada más lejos de la realidad. Muy pronto los dos jóvenes empiezan a desarrollar un extraño comportamiento que la familia al principio no sabe interpretar. El desconcierto no les va a durar mucho. Paul y Peter enseguida adoptan una actitud agresiva, sin que medie en ella explicación ni razón alguna, con todos los miembros de la familia (matrimonio, hijo pequeño e incluso el perro).

   Hacia la mitad del metraje ya nos hemos dado cuenta de que los dos visitantes son unos psicópatas violentos y peligrosos. Sin embargo, poco más sabremos de ellos. Cuando acaba la película la información que tenemos es escasa: son muy jóvenes, visten de blanco, llevan guantes, nunca duermen ni comen y van de casa en casa. Para mí ésta es una de las principales razones de que la obra consiga el efecto deseado: en ningún momento atisbamos un porqué. Las razones de los villanos del cine para perpetrar sus maléficos planes suelen ser burdas, absurdas e incluso ridículas, pero existen. En Funny Games no. Paul y Peter son dos monstruos que actúan sin motivo conocido. Para el espectador esto supone un cortocircuito, una forma de desvincularle de las reglas clásicas del cine a las que están acostumbrados, y la principal razón de la indignación que le provocan los dos antagonistas.

   Vamos a asistir a casi dos horas de violencia sin sentido que va desde la vejación hasta la muerte, pasando por supuesto por el daño físico. En este itinerario los agresores se relamen, se lo toman con calma. Desde luego no tienen ninguna prisa en acabar lo que han empezado, poniendo todo el énfasis en incrementar la desesperación de las víctimas y, de paso, la nuestra, que nos pasamos esas dos horas esperando y deseando un vestigio de justicia. Haneke consigue que minuto a minuto crezca nuestra indignación, que alcanza su punto álgido con la brillante y desconcertante escena del mando a distancia. Cuando pensábamos que al menos Peter se ha llevado su merecido, Paul hace un "rewind" dejándonos ojipláticos y furiosos. Una escena realmente transgresora de un artista que siempre se ha tomado todas las licencias que ha querido y necesitado, y que aquí llevó a otro nivel lo de jugar con el espectador.

   Esa escena y el final son los dos jarros de agua fría que nos lanza la obra. Cualquier vana e ingenua esperanza de que algo va a salir bien, de que la película va a poner todo en su lugar y nos va a devolver al reconfortante comportamiento habitual del cine queda lapidada cuando la última víctima es lanzada al agua. Las víctimas mueren, todas; y los malos sobreviven y siguen con lo suyo.

   Funny Games es una experiencia tremendamente desagradable. Y ése es su mayor éxito, porque ése es su objetivo. El genio austriaco logra revolvernos el estómago con algo tan habitual como es una película violenta. Nos muestra lo que estamos más que acostumbrados a ver, y nos hace sentir mal. Desde luego es un film difícil de digerir, pero si se consigue interpretar y asimilar resulta muy ilustrativo, y puede llevarnos a una reflexión sobre la alegría con la que asistimos a la violencia en el séptimo arte.


Nota: 8/10

Lo mejor: no te deja indiferente.

Lo peor: el mensaje puede ser difícil de entender.

Otras películas interesantes del director: Amor, La cinta blanca, La pianista, Caché.